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Quizás sea necesario enfatizar con mayor insistencia hasta qué punto las dictaduras son constitutivas de la contemporaneidad artística en América Latina. Es necesario reponer esta trama porque en torno a ella se articularon sensiblidades específicas, situadas, que se vuelven elocuentes en tales contextos y que requieren ser explicitadas para aquellas audiencias que no hayan vivido las experiencias en torno a las que se gestaron ciertas obras. Ante la fuerza represiva de la dictadura fue también central la tarea deconstructiva y emancipadora que las mujeres artistas desarrollaron como parte de una estrategia gradual y multifacética para erosionar los controles que las estructuras autoritarias de los estados buscaban imponer en los lenguajes, el arte y la comunicación. Es imprescindible recordar que la violencia de las dictaduras actuó contra los cuerpos, contra las imágenes y contra los textos. En Chile se cubrieron murales urbanos, se prohibieron libros, se encerraron, torturaron y desaparecieron personas. En Argentina fueron motivos de sospecha el largo del pelo, la barba, la reunión de varias personas en el espacio urbano. En ambos países, se establecieron medidas de preservación y seguridad que se activaban ante los síntomas del peligro (sentarse en un bar mirando hacia la puerta, no proporcionar la dirección ni el teléfono, utilizar nombres falsos, evitar las reuniones en el espacio público, evitar ser fotografiado). Sin embargo, estos condicionamientos no implicaron parálisis. Contra la cultura del miedo se articuló, entre sus fisuras, una cultura de la resistencia. No nos referimos, por supuesto, a la resistencia evidente, confrontativa, con el cuerpo en la manifestación enfrentando las fuerzas represivas o con carteles denunciando a la dictadura, sino a los signos dispersos de representaciones y palabras que fueron pensadas como intervenciones disruptivas y que fueron entendidas por pequeñas sociedades de interlocución como signos opacos de disidencias. En torno a estos rastros se crearon comunidades interpretativas que encontraban en tales disidencias la complicidad que genera identificar una zona liberada en la que estallan otros sentidos. Una pulsión que gestaba subjetividades específicas, tensadas entre el temor y la premura que producen subvertir los sistemas de vigilancia.
Ciertas imágenes, ciertos textos, como sucede con la fotografía de Paz Errázuriz y de quienes la acompañaron desde la escritura (Claudia Donoso, Diamela Eltit, Malú Urriola), permitieron establecer plataformas de sentidos específicos, en las que imágenes comunes requirien ser leídas desde las emociones específicas que se generaban en la constitución de un tiempo histórico señalado por la vigilancia y la normativa. Es decir, imágenes aparentemente neutrales, imágenes que no denuncian con evidencia –no son registros de manifestaciones reprimidas, de cárceles, del estadio colmado de prisioneros- pero que son entendidas como una forma de identificación en el estado de excepción que dominaba la vida (Agamben, 1995, 2003). Una forma de conspiración de las imágenes que llevaba a ver en ellas mucho más que lo que aparentemente mostraban. La estructura de la conspiración requiere de cómplices. No sólo de quienes la conciben y encienden, sino también de aquellos que pueden decodificar sus mensajes cifrados y el poder que buscan, secretamente, desconfigurar (Giunta, 2009).
En sus series fotográficas Paz Errázuriz planteó, numerosas veces, conspiraciones de la imagen que pueden ser leídas en términos precisos, contextuales, obrando un significado vedado, fijando una acción que perturba la ley: representar desde las imágenes aquello que no está permitido mostrar ni nombrar. Por su apariencia neutral podrían considerarse imágenes camufladas. El sentido de estos archivos se vuelve visible cuando accedemos a las instancias en las que fueron realizados. Esta liberación del sentido, esta acción en la que la imagen se activa, produce su situación: el momento en el que la imagen dice. Se trata de un momento perceptual e intelectual que funde lo visual con un sentido que es, al mismo tiempo, histórico y emocional.
1. Entre 1979 y 1980 Paz Errázuriz realiza una extensa serie de tomas urbanas con personajes dormidos.[1] Hombres y mujeres, incluso animales, expanden sus cuerpos en una posición descalzada del marco urbano. No sabemos si son indigentes (aunque podemos suponerlo, no solo por la forma en la que visten, sino también porque los ricos, generalmente no duermen en las calles), ni tampoco si están borrachos. Cerca de ellos, otros permanecen sentados o inmersos en distintas tareas, como si los dormidos no existieran. Una de las fotos enfoca a un animal, un perro con su cuerpo desparramado en el suelo, que funciona como un artefacto que permite inscribir la serie (Giorgi, 2014). Su cuerpo, su condición animal, es el vector desde el cual se interroga lo viviente que se exhibe en tramas coexistentes (los que caminan, los que trabajan, los que miran, los que duermen) a las que la cámara, la toma, el recorte, el close up confieren su estatuto singular. El animal es el lugar en el que vuelve evidente que no se trata de borrachos (lo que podría funcionar como un descalificativo), sino de cuerpos dormidos. Desde allí se reconfiguran todos los registros. Errázuriz entiende esta serie como una forma de nombrar y de construir un registro capaz de condensar la situación en la que se encontraba el ciudadano chileno bajo dictadura: “Al ponerles el título de Dormidos se gira la mirada y el lenguaje. Un pueblo dormido, que no reacciona, que no ve o no quiere ver lo que está sucediendo” (Errázuriz, 2014a). Hombres, mujeres y animal son el lugar en el que emerge un mapa del silencio o de la imposibilidad. No existe jerarquía entre estas vidas. Duermen en los bancos o en el suelo, bajo la sombra difusa de árboles o bajo el pleno sol. Son dormidos, no borrachos; y su estatuto involucra un giro moral. Están, casi involuntariamente, allí. El sueño se apoderó de sus cuerpos, los sorprendió, quedaron donde estaban, conformando un mundo silencioso e inmóvil. Como aquél que el terror impuso a la ciudadanía.
No se trata de un registro de la pobreza o de la marginalidad, sino de la inmovilidad, de la parálisis. Obran, en su conjunto, como la inscripción de una cultura gestada en las zonas intermedias que surgían entre lo que se podía mostrar y los potenciales pactos de lectura. En tal sentido, la fotografía de un carabinero puede ser tan solo una toma, incluso azarosa, que se ordena en el registro del poder militar, pero el contexto represivo en el que se produce concede a la foto cierto grado de heroísmo. El orden de los cuerpos perfectamente alineados, la sucesión de cascos, constituyen la parafernalia que los inviste de poder. Capturar estas imágenes, señala Errázuriz, involucraba un peligro. El giro en uno de los rostros, la cercanía entre su mirada y el foco de la cámara, condensa ese instante de riesgo.
El problema que abordan las imágenes o los registros de la dictadura, del terror, no radica solo en la construcción de pruebas, de archivos que denuncien con obvia claridad la violencia. Uno de los problemas más complejos para quienes producen imágenes es que cómo lograr que éstas representen aquello que carece de referentes. ¿Cómo dar cuenta del tiempo no vivido por los cuerpos ausentes? Errazuriz propone un archivo íntimo de los años previos al comienzo de la transición.[2] Un tiempo en el que se mantuvieron en funcionamiento estructuras del poder político y del poder económico de la dictadura, pero que al mismo tiempo abrió el lento proceso de develamiento de la historia inmediata. Paz elige un cuerpo cercano, el de su hijo Tomás, como lugar desde el cual medir o representar cuatro años de su vida (1986-1990), entre el final de la dictadura y los primeros meses de la presidencia de Patricio Aylwin. Un cierto tiempo compendia cambios leves, datos del crecimiento, de las decisiones tomadas sobre el entorno del rostro. Son las marcas del cuerpo, incluso las heridas, que remiten al tiempo como experiencia.
El retrato, mucho más que un género engarzado en la historia de las representaciones, es un lugar recurrente, insistido en el arte latinoamericano de los últimos treinta años, desde el cual se activa la pregunta política sobre la desaparición y sobre cada desaparecido. No sólo sobre su paradero, sino también sobre todas las consecuencias de su ausencia. El retrato de Tomás repetido más de cuarenta veces conjuga un repertorio que se desliza hacia el tiempo suspendido o no vivido por quienes no están y por la ciudadanía en general. Distintos aspectos del rostro, yuxtaposiciones, fundamentalmente de tiempos, permiten medir y sentir la ausencia de otros cuerpos. Un rostro, en este caso, en el que no podemos advertir una transformación radical, un crecimiento contundente; un joven que parece, siempre, el mismo niño-joven. Lo que marca el transcurrir del tiempo es la forma en la que se inscribe la cotidianeidad; cómo cambia la ropa, el corte de pelo, la textura de su piel. Se trata del testimonio de un tiempo vivido que vuelve más evidente aquel otro, no vivido. Es también un registro emotivo desde el cual Errázuriz apunta a la vida pública desde experiencias personales y desde el afecto. Un rostro que se presenta como un diario, como un termómetro de los sentimientos.[3]
2. La fotografía que Errázuriz realiza de Evelyn cruza la composición en una posición inversa a la de la Venus de Urbino de Tiziano o la Olympia de Manet. Son imágenes en espejo. Aquellas descansan desnudas, sobre las telas blancas, curvan levemente su cuerpo hacia quien las mira, lo despliegan de derecha a izquierda. Todas observan fuera del cuadro. También Evelyn, con la cabeza sostenida, elevada, los labios entreabiertos. Aunque conserva un gesto equivalente en las manos, no tiene que disponerlas para cubrir el pubis. El maquillaje intenso, un acolchado barato, el papel despegándose de los muros, son los datos dispersos de un entorno construido tan solo con los restos o las apariencias del glamour que en su conjunto la imagen pretende invocar. Como en la Venus de Urbino, una ventana se refleja en el espejo, como aquel que también introduce Velázquez en la otra y emblemática Venus. Allí ella muestra su desnudez desde la espalda mientras su rostro se ve en el espejo. Aquí, Evelyn hace lo opuesto, nos mira con sus ojos enmarcados por el maquillaje. En esta fotografía se funden todos los momentos anteriores de este encuadre; la persistencia de una imagen que compacta una historia de la representación del cuerpo dispuesto para la mirada, impuesto desde la retórica de la seducción. Una persistencia interpelada por el desvío desde el que se presenta un cuerpo otro, un cuerpo travestido. La cinta de terciopelo que cubre el cuello, que tapa el dato protuberante, inocultable, de esa sexualidad que muta con la ropa y con el maquillaje, es el lugar en el que se comprimen los datos de su alteridad.
La Manzana de Adan, el ensayo fotográfico que Paz Errázuriz realiza en los prostíbulos travestis de Santiago de Chile y Talca, entre 1984 y 1990, cuando por primera vez lo publica, es, en cierta medida, la historia de una familia. Mercedes, la madre, y sus hijos, Evelyn (Eve-Leo-Leonardo Paredes Sierra Pilar) y Pilar (Pili-Keko-Sergio Paredes Sierra) conforman una constelación en la que ellas son, simultáneamente, muchos otros. Una identidad cruzada entre el registro de nacimiento y las múltiples formas de ser, cada día, un cuerpo que se construye para el goce. Evelyn marca este fluir. Retratada en la cama, en la ventana, en un cuarto con un almanaque pornográfico, o en el momento en el que se transforma, al atardecer, cuando cae sobre su rostro el maquillaje que la convierte en otro. Ella también es Evelyn cuando viste ropa masculina y sonríe junto a su compañero, Héctor, o cuando posa en la foto familiar junto a su madre, con la melena enrulada y un vestidito de lana.
Eve, Pilar y Mercedes son los personajes centrales de una historia que transcurre entre imágenes y textos, entre el prostíbulo La Jauja, en Talca y la Palmera, en Santiago, en el que comienza el contacto entre Paz y Evelyn. En la Palmera, son evidentes dos reacciones distintas ante la cámara de Paz: mientras los travestis no son renuentes a las fotografías, las prostitutas no quieren que su familia sepa de qué forma se ganan la vida. Ellas tienen hijos, conservan relaciones humanas normalizadas. El travesti, una vez lograda la confianza, disfruta de ver su imagen impresa en la revista femenina en la que se comenta una exposición de Errázuriz. Les gusta y les sorprende tanto, que lamentan que las fotografías sean sólo en blanco y negro; que renuncien al espectáculo del color.[4]
El texto de Claudia Donoso (mezcla de testimonio, crónica, etnografía) nos envuelve en una mutación continua en la que los nombres se superponen según quien nombra (para Mercedes son Leo y Keko; para Paz son Evelyn y Pilar). En el texto redobla esa tensión trans que envuelve todas las historias, incluso la de Mercedes, atravesada por el amor de dos hijos, dos entre muchos otros, por los que ella opta. Es fundamental, para entender bien este diálogo entre personas, biografías, imágenes y textos, saber que se establece a través de la confianza. Paz y Claudia se trasladan al prostíbulo, duermen allí, esperan su turno para entrar en el baño, comparten comidas, asisten al momento transformativo que operan en esos cuerpos la ropa y el maquillaje al atardecer. Fotografían, en la noche, el baile y las poses. Ellas acceden a su intimidad porque involucran su propio cuerpo al convivir con ellos. Sin embargo, no dejan de ser ellas mismas, usan otras ropas, prescinden del maquillaje. Desde otro capital cultural, activan imágenes y textos que se gestan en el fluir de experiencias compartidas.
Si seguimos la recomposición de lugar que nos propone Pedro Lemebel, la fotografía es un registro problemático para la travesti: desordenada del canon de la foto escolar, tentada por la risa, por la pose corporal desajustada, es corregida, llamada al orden (Lemebel, 2014). Un álbum familiar muchas veces inexistente, por tratarse de vidas extraídas de la norma, de apariencia transformada, travestida. El registro policial suele ocupar el lugar del álbum familiar. Mercedes, madre de varios hijos, tiene una rutina señalada por la búsqueda de Evelyn y Pilar en la cárcel, o por las mudanzas ante la hostilidad del barrio. Se trata de cuerpos expuestos al peligro, situados en zonas de conflicto, amenazados por la inminencia de muchas violencias (la del cliente, la de los carabineros y fuerzas policiales, las de las relaciones sociales). La historia de esta familia replica en una clave distinta, como si fuese una parodia, un absurdo, un relato contra épico, la narrativa tradicional del viaje. Pilar (Keko), escribe a Mercedes desde Frankfurt. No como resultado de un viaje inserto en la dinámica del mundo global, ni porque se exilió escapando de la dictadura. Está presa por tráfico de cocaína. Desde esa cárcel de primer mundo -donde la emoción ante la carta de su madre le hace derramar la comida y se la reponen-, la distancia y los recuerdos de las noches de cuecas y vestidos la llenan de melacolía. Se trata de un viaje sin heroismo. Una distancia que no fue buscada ni fue condicionada, que se gestó en la desesperación por escapar de la pobreza, en el anhelo de torcer el curso de su propia vida. Ni Mercedes ni Pilar pueden escribir. Las cartas de Pilar llegan en inglés, dictadas a Kamur, su amante Bengali, desde la cárcel de Frankfurt. A Mercedes se se las traduce y se las lee Paz.
Se trata de un mundo brutal, expulsado de todos los mundos legítimos de la sociedad chilena, en el que, pese a todo, hay espacio para los sentimientos, para el amor y las relaciones basadas en la confianza. Héctor, el compañero de Evelyn, no se deja en principio, fotografiar. Sólo cuando ellas pierden el miedo a su perra, la Perla, y ganan su confianza, lo permite. La confianza del animal precede y garantiza la del hombre, funciona como parámetro, como mediación. Es desde una vida que no está dominada por la categoría ordenadora de la experiencia humana (Giorgi, 2014), que se genera un intercambio basado en la intimidad de la palabra y de la imagen.
En las crónicas y en los testimonios que recoge Claudia Donoso se menciona La Carlina, en Vivaceta, un prostíbulo clausurado con el golpe militar en septiembre de 1973, reciclado como salón clandestino. Capturadas, vestidas y maquilladas, ellas son conducidas a las aulas académicas para responder preguntas de los estudiantes, futuros médicos, de la Universidad de Chile. El espectáculo público es una de las tantas formas de administrar las diferencias.
Para dar cuenta de la radicalidad de este libro cabe señalar que cuando se publicó no tuvo público. De la primera edición de La manzana de Adán (1990) sólo se vendió un ejemplar. Impreso en el borde histórico que definen la dictadura y el comienzo de la transición, quedó inmerso en las mismas condiciones de lectura que investigaban sus imágenes. Como señala Paz Errázuriz “La Manzana de Adán es un trabajo pensado a partir de 1982 y realizado bajo muchas dificultades, durante toques de queda, persecusiones políticas y policiales a los protagonistas. (…) En esos años, un país católico y que vivía en la colonia como Chile no tenía la capacidad ni la educación para aceptar mi trabajo como lo hace hoy. (…) Es un trabajo que nace con un sello para ser mirado más adelante” (Errázuriz, 2014a). 1990, dice Paz, fue clave para Chile y para ella. Asolados por la marginalidad y el sida, gran parte de sus fotografiados ha muerto.[5] Aquél universo acosado por la represión, encuentra en el presente un espacio de exhibición mediática que lo convierte en otra forma de mercancía. La transición buscó normalizar y administrar los cuerpos diversificando políticas y formatos. Como cuando el alcalde de Santiago, Joaquín Lavín, propuso cursos de moda y costura para los travestis de San Camilo, barrio de prostíbulos, para incentivar su inserción social.
Estas imágenes, exploradoras de esos cuerpos expulsados, piensan un tiempo cuya excepcionalidad volvía potencial, posible, toda forma de atropellamiento. Cuando la vida humana valía tan poco y valía tanto, esos cuerpos distintos guardaban la fricción de los sentimientos humanos. En la extrema marginalidad, aquella que la sociedad que los usaba les reservaba, aquella que reforzaba la violencia policial y militar, ellos conservaban ese resplandor. En la pérdida de los referentes genealógicos, sin padres, sin familia, parias de la contención que proveen las relaciones humanas legítimas, conformaron comunidades y cercanías en las que gestaron nuevas formas de familia: como Mercedes, la madre de muchos, que sólo entre aquellos hijos expulsados de lo aceptable encuentra protección. Esos afectos construidos en los márgenes son reducto de humanidad, de un pequeño fulgor en la obscuridad, como el que producen las luciérnagas encendidas por el deseo, tal como nos recuerda Didi-Huberman en su revisión de Pasolini (Didi-Huberman, 2009). Se trata de una forma de poder; no de imponerse a otro, ni de dominarlo, se trata del poder de la supervivencia. Las fotos en las que Evelyn y Héctor posan juntos tienen la temperatura de la familiaridad. La imagen tiene una fuerza transicional: Evelyn no es completamente Evelyn, descansa del maquillaje, viste ropa masculina, conserva el corte de pelo. Se trata de vidas precarias desde las que se disponen los sentimientos.
Paz logra esas tomas porque ella misma se desmarca. Deja el estudio, la casa, la distancia segura de la cámara, para ir a vivir con el otro, distinto y distante de su vida de todos los días. Construye así una coexistencia que significa confianza y permiso para formar ese archivo de lo invisibilizado. Late aquí la vida. Apariencias intermedias, que se despegan del estereotipo que regula los cuerpos sociales ordenados por los medios, por las normas, por el control policial del tráfico urbano. Sobre todo en una sociedad extremadamente vigiliada como la chilena durante los años de la dictadura. En esa tensión imperceptible que entre los “varones” inscribe cierta femeneidad (en el pelo, pero sobre todo en los gestos), se encuentra el afecto desordenado que logra en la imagen una inesperada visibilidad. En tal sentido son estos registros de una oculta resistencia que se imponen sobre un paisaje en el que domina la derrota, la parálisis de los vencidos. Recordemos que la fotografía antes de ser una imagen en el papel es un momento de realidad. Ese contacto entre los cuerpos, ese momento singular que efectivamente sucedió y que la fotografía prueba, nos aproxima a esos contactos desclasificados. Es interesante que ni en las fotografías ni en los textos se perciban las huellas de un espíritu militante, de una agenda específica que vaya más allá de la diaria supervivencia. Aunque Pilar (Keko) no escribe sus cartas desde la cárcel de Frankfurt, así como Mercedes las escucha, pero no las lee; aunque ambos necesitan de otro para que la comunicación en esa distancia inmensa, se produzca, aquellas cartas breves tienen los datos del cuidado y la preocupación por el otro. En ese instante se disuelve la precariedad de su universo.
El interés de Paz por esas zonas de sexualidades distintas es simultáneo al que se desarrolla en otros escenarios del pensamiento. Es en los años setenta cuando Michel Foucault inicia sus investigaciones sobre la historia de la sexualidad. Paz escribe con sus fotografías un capítulo de la historia política de la sexualidad chilena; una historia que se produce en una sociedad machista, patriarcal, autoritaria. El poder insurreccional de estas fotos proviene de los márgenes extremos que potencialmente pueden desordenarlo todo. Lo que se percibe es la inquietud de las imágenes. El amor que generan los cuerpos que la moral policial separa. Un saber clandestino, un saber “luciérnaga” que emerge en la compartimentación que impone la censura.
3. Si este texto fuese sólo sobre el amor, sobre los sentimientos, ninguna serie serviría mejor a sus propósitos que El infarto del alma, libro en el que Paz Errázuriz y Diamela Eltit trabajaron juntas. La primera desde la fotografía, la segunda desde la escritura.[6] Pas obtuvo su registro fotográfico con los internos del hospital psiquiátrico de Putaendo. A partir de las fotografías y de la visita que ambas realizan al hospital, en el contacto directo con sus habitantes, Diamela escribió los textos. Errázuriz logra establecer, nuevamente, lazos de familiaridad. Los internos la llaman “tía Paz”.
Comienzo con las imágenes, nuestro primer archivo. Desde la tapa del libro, enmarcado por sus bordes, el rostro joven, bello, introduce el desliz de la mirada levemente desenfocada. Confrontativa (en el sentido de que resulta ineludible, es imposible evitarla), la imagen porta un grado de intranquilidad. A los rostros se agregan, en el corpus total de la obra, los desajustes en la vestimenta, en la forma de constituir las parejas (distantes en edad, distantes en apariencias), procesadas, sin embargo, por el corte de pelo institucional. Casi todos sonríen y, lo que es más notable, posan. Están parados frente a la cámara con la conciencia de su existencia y de sus convenciones. Conocen –puede pensarse que está entre sus recuerdos– el poder del álbum familiar, el poder de la fotografía para conservar ese momento único en el que se presentaron ante la cámara. Lo que se destaca en todas –tanto que vuelve poco perceptible los datos de cierto abandono en la ropa—es el afecto. Se abrazan, se tocan el pelo, se sujetan de la mano, se miran. Sobre todo, estan juntos. Han quebrado el desamparo. En el abandono en el que los dejó la sociedad, ellos se reagrupan, se eligen, se muestran cercanos. Incluso, una mujer se desnuda: la mirada cercana sobre su cuerpo deja intuir las marcas de la esterilización higiénica. El desnudo, aunque voluntario, se percibe con pudor. La cámara avanzó demasiado, nos parece estar mirando más de lo que deberíamos. Las tres fotografías finales nos llevan a reinscribir la serie, a mirar en un sentido inverso todas las fotografías de nuevo. El edificio semi vacío, deteriorado, con cuerpos solos, derrumbados en sus pasillos. La pintura descascarada, los corredores infinitos, los signos del deterioro. Comprendemos entonces que nada en ese espacio inspira romanticismo. Es el amor desesperado, que se anuda en el abandono, el quiebre al que el espacio en varias fotografías remite. Los huecos, las fisuras, el ladrillo expuesto, son la señal alegórica del quiebre social, el anonimato en el que estas vidas se encuentran para el resto de la sociedad. Allí ellos anudan el abrazo, la mirada, sonríen.
Las fotografías de Paz crean el archivo de esas relaciones, son imágenes que antes no existían y que desajustan el registro médico, sobre todo aquel que retrataba la locura femenina en el siglo XIX. Entonces ellas eran registradas desde el ensimismamiento, aisladas en su propia interioridad. Y aunque estas impresiones también nos ponen en contacto con indicios de otredad (señalamos miradas, vestimenta, espacios), estos cuerpos se tocan, y la piel los devuelve al contacto con el otro, a su temperatura. Tocar es reconocerse.
El poder de estas fotografías, lo subraya Diamela Eltit en su texto, radica en probar que todos estos seres están vivos. Su texto constituye un archivo paralelo, encarnado en el de las imágenes. Si uno, no podemos comprender plenamente el otro. En primer lugar, porque es allí donde se nos presentan los datos precisos, fácticos y circunstanciales, que sirven de contexto a las imágenes. Ella describe el sitio y el momento en el que entra en contacto directo con aquellos a quienes primero vio en las fotos de Errázuriz. El psiquiátrico de Putaendo (manicomio Philippe Pinel) fue primero un hospital para tuberculosos que, erradicados con los sistemas de vacunación, fue reconvertido en psiquiátrico. Alberga pacientes residuales, en gran parte indigentes, muchos de ellos sin identificación, clasificados como N.N. Si las imágenes fijan instantes organizados por cualidades distintas, el texto de Eltit se organiza desde una estructura simultánea, yuxtaponiendo discursos de distinto estatuto. Por una parte, el subjetivo, poético, por otra, el testimonial, desde ella y hacia sus sujetos. Eonstata el afecto que nos muestran las imágenes. El afecto que generó Paz Errazuriz, como antes hizo con los travestis. Señala sus rostros deformados por los fármacos. Sitúa el espacio transicional que ellas mismas ocupan, entre el espacio institucional y el mundo exterior, entre el personal y los pacientes, entre las oficinas administrativas y los pasillos. “A medio camino, Paz Errázuriz y yo estamos ubicados en el límite, nos enfrentamos a la disyuntiva de tener que cruzar continuamente las fronteras”. “Cuando salgo de la oficina el mundo me parece partido en dos. Como si todo el mundo estuviera dividido en dos bloques, el personal y los pacientes. Los pacientes las besan. Muestran sus heridas en el cuerpo, los rastros de cirugías, las huellas de su esterilidad”.[7] Diamela dice, constata, que hay gran cantidad de enamorados. Se pregunta por la gramática de su amor. Hablan entrecortado, no siempre se les entiende, solo unos pocos leen, pero se tocan, se comunican desde los cuerpos. “Sin más bien terrenal que el deseo que porta el cuerpo”. Desamparados del resto del mundo, están unos con los otros. “Hay tantos enamorados que ya pierdo la cuenta”. Sin embargo, esa temperatura que percibe no borra lo que ve: “Ellos están viviendo una extraordinaria historia de amor encerrados en el hospital; crónicos, indigentes, ladeados, cojos, mutilados, con la mirada fija, caminando por las dependencias con todos sus bultos a cuestas. Chilenos, olvidados de la mano de Dios, entregados a la caridad rígida del Estado”. Tanto lo que leemos como lo que vemos, tensa la poderosa oposición entre los cuerpos rescatados por el contacto con los otros y el desamparo del Estado y de la sociedad chilena. Nadie los ve, nadie sabe sobre sus sentimientos. Ni sobre sus heridas, cuyos vendajes los internos exhiben sin pudor. Las llaman a ellas, repetidamente, “mamita” o “la tía Paz”. Paz, quien “con extrema delicadeza, va de grupo en grupo, responde a las más diversas solicitudes, permite el flujo de las múltiples inesperadas poses, como si hubiera sido contratada para una boda en la cual todos los invitados fueran los padrinos o los novios, o el niño protagonista de un bautizo popular. Paz Errázuriz convierte a su ojo en un don para los asilados. Les regala en su mirada fotográfica, la certeza de sus imágenes. Cuando captura sus poses, les confirma la relevancia de sus figuras, cuando les sonríe, reconoce en ellos lo divinizado de sus conductas corporales. Cuando se inclina buscando el ángulo, les dedica todo su profesionalismo.” La descripción reconstruye la ética de la situación fotográfica, vulnerable porque quien porta la cámara tiene también el poder. D. Eltit construye una lente que nos permite, desde el texto, acceder al momento en el que las fotos fueron gestadas.
El texto fluye entre la ficción, el testimonio y el epistolario.[8] La ficción que incorpora personajes, como la vidente; la descripción cercana de lo vio durante su visita, y demoradas, íntimas descripciones de esos afectos que por todas partes encuentra en su recorrido. Diamela Eltit busca formas de atrapar ese espectáculo (en el sentido de lo que se ve, lo que se muestra) desde las palabras. Qué es y cómo es el amor en los espacios del confinamiento. “Con el yo abdicado, los alienados persiguen un sustituto de ellos mismos entre sus pares igualmente destronados.” ¿Por qué no pensar que están allí porque conocieron demasiado? “Es que ellos quizás se acercaron tanto al sol –a la luz asesina del otro- que sus mentes se incendiaron. Se quemaron siguiendo el mismo ritual del suicidio estético con el que sella su fin una mariposa de luz”. En este texto de estatuto no homogéneo se reponen datos contextuales y, sobre todo, la visión subjetiva, en primera persona, como si el texto tuviese la tarea primordial de probar que es ella y no otro quien vio todo lo que nos describe. Como incrustación, como prueba, Eltit incorpora el sueño de maternidad de Juana registrado por Paz en enero de 1990. Es lo que dice Juana, sus palabras, sus fantasías, los que irrumpen en el texto; Juana, probablemente la “única rebelde visible del edificio público”, quien, incluso, no esté loca. Quedó allí cuando su padre murió en el hospicio. Quizás ambos enloquecieron en la indigencia. En todo caso, la posibilidad de que ella este allí por un procedimiento administrativo, conmueve todos nuestros presupuestos.
Internos en un psiquiátrico que antes fue sanatorio pulmonar, locos y tuberculosos son figuras indagadas por el movimiento romántico. Pasión, enfermedad, contagio. Son, en un sentido, cuerpos distinguidos por un “contorno poético” que los aleja de la economía de los asalariados. El sanatorio ha decaído en hospicio, lugar de reclusión del “enfermo de la pobreza”. Allí, en Putaendo, se depositaron los últimos enfermos del siglo en el que se produjo el relevo: “La indigencia pulmonar fue sustituida por la inopia mental, la alimentación especial por la especialización de los fármacos, el libertario romántico ensueño amoroso por la camisa de fuerza ante este prohibido, inteligible delirio. De sanatorio en manicomio; sitio definitivo de clausura, hospital maldito, impuesto y terror de las mentes trabajadoras.” Los cuerpos enfermos relevados por mentes desquiciadas en las que el amor es, por qué no, la continuidad de un legado, el de la enfermedad sexual depositada como deseo en sus cuerpos.
No es que la locura solo se haya separado del imaginario de los sentimientos, se ha apartado de la vida. Los locos no son solo invisibilizados en Chile. El diálogo se ha roto en el proceso de modernización. Michel Foucault señala que desde la constitución de la locura como enfermedad mental, a fines del siglo XVIII, ya no existe la posibilidad de un lenguaje común, no hay espacio para un hablar intermedio, para el balbuceo de sintaxis imperfecta. Se trata de un diálogo roto que involucra el olvido. Y junto con las palabras, con la imagen misma del loco, se eliminan sus cuerpos, sus interacciones, nada de ello se quiere ver.
La escritura es, finalmente, prosa poética sobre el amor. Escritura y fotografía fluyen en una meseta de datos y de imágenes poéticas. Nos movemos entre las imágenes y el texto; volvemos a leerlos y observarlos en sus especificidades. Entre ellos se iluminan.
Regresamos al archivo de imágenes con preguntas nuevas. Es evidente que a Paz Errázuriz esos rostros la conmueven. Ella busca en sus rasgos desacomodados el encuadre, la proximidad que permita captarlos con cercanía, con ternura. Con la cámara ella realiza una tarea pertinaz para descubrirle al mundo la intimidad de esos seres olvidados. Una intimidad que prácticamente no radica en el cuerpo desnudo sino en las manos y los cuerpos juntos. “El detalle que me lastima” en palabras de Ronald Barthes (1980, 2006:76), un instante de Tiempo en la superficie de la foto, prueba de lo que ha sido (una catástrofe, ese momento que ya no es) y que conserva, hoy, su fuerza de prueba, de constatación (Barthes, 1980, 2006: 137). Quizás el aspecto más relevante de estas imágenes sea su capacidad, su poder, de fundar un archivo para el que no había imágenes. Ese amor desajustado no había sido hasta entonces mostrado. Ya no será posible borrarlo. Los internos de Putaendo han quedado inmortalizados, empoderados, ya no podrán extraerse del universo de las imágenes los momentos en los que se besaron, el instante en el que se tocaron. Errázuriz incorpora a esas personas impregnadas de amor para expandir el archivo de los sentimientos. A la vez, desordena el registro institucional, porque ¿por qué la institución va a querer archivar caricias y besos?
Estas fotografías no pueden entenderse como un accidente. Se trata de un acto ético. Si fotografiar es conferir importancia (Sontag, 1977, 2006:49), es dar presencia en la superficie, en el espacio del papel, a un momento, para embellecerlo, estas imágenes proponen un archivo cuyos presupuestos cuestionan, en su totalidad, los valores sociales sobre los que descansan los sistemas de exclusión. Errázuriz elimina la posibilidad de no ver; propone ver más allá del documento etnográfico; ver el salto que se produce en estas imágenes cuando perforan la mirada despojada del científico y nos confrontan con las políticas de las emociones.
Como agudamente destacó Nelly Richard, este corpus introduce una crítica poderosa a la normalidad de la imagen comercial, masificada, administrada en el Chile de la transición (Richard, 1998). Un tiempo en el que la felicidad se empaquetó en un arco iris durante la campaña del NO, y que fue la clave de una estrategia publicitaria que permitió quebrar el plan de permanencia que esperaba legalizar la dictadura. En la transición, esa felicidad estratégica perdió su fuerza política. No es que Errázuriz se oponga a la idea de felicidad, muy por el contrario. Pero lo que estas imágenes nos presentan es que la felicidad se ha vuelto estereotípica y que existen otras especies de felices. A las imágenes del capitalismo neoliberal triunfante (el “milagro” económico de la dictadura), Errázuriz contrapone los restos descartados por sus discursos triunfalistas, devotos de un concepto instrumentalizado desde la noción de éxito.
Si las imágenes operan como mecanismos de control del poder dominante, como sistemas que normalizan las representaciones funcionales a la gloria del poder, las fotografías de Paz Errázuriz interceptan definitivamente tales estrategias. Perturban el poder del Estado y del mercado con la introducción de cuerpos y sentimientos inesperados.
4. El archivo de La luz que me ciega se genera en torno a sujetos con una anomalía congénita. Se trata de una familia que vive casi afuera de la nación, en un área cuya denominación geográfica subraya la exclusión y marginalidad en la que se encuentran: moran en el El Calvario, una población cerca de la región de Paredones, en la zona centro-sur de Chile. Ellos portan una condición heredada, la acromatopsia, que los confina a una forma muy específica de aislamiento.[9] Solo perciben el blanco y el negro y tienen gran dificultad para ver cuando la luz es intensa.Están, en un sentido, en una situación inversa a aquella que define el poder que se atribuye a la luz: el de garantizar la visión, con todo aquello que la luz involucra en términos de verdad. Es esta una familia (Deidamia, Juan Pino Pino y su padre) que también se encuentra sitiada por el legado mítico que traza el nexo entre visión e incesto.
El ensayo fotográfico funciona como el epicentro de una zona de correlatos que tensan soportes fotográficos, fílmicos, textuales, sonoros. Las fotografías de Paz Errázuriz, la poesía de Malú Arriola, el video de Paz, Malú y Carolina Tironi. Una construcción sinestésica que intercepta de distintos modos la relación entre ver y oír, que parece querer completar la obliteración de la vista apelando a una multiplicación de los sentidos. La fotografía se desmarca en otras formas de organizar las percepciones. Todos estos registros se despliegan en una constelación que re organiza el espacio sensorial. Un exceso de accesos a un punto de partida reductivo (ver desde la radicalidad del blanco y el negro, ver enceguecido), frente al cual la palabra recurrente es parpadeo. Parpadeo de quienes tienen que filtrar la luz, y también de quienes negocian percepciones para asistir al tiempo espacializado de este cruce de lenguajes, entre el libro impreso, la música y el film.
En su estructura multidisciplinaria, instalada en la tensión fronteriza que aspira a borrar la clasificación de saberes, La luz que me ciega cerca la condición de la imagen, su visibilidad y su invisibilidad, las circunstancias que la hacen posible, los sentidos metafóricos que inscribe. Una de las preguntas que se formula desde la crítica de la cultura visual contemporánea es aquella que interroga la tensión entre el exceso y la ausencia de las imágenes. Parecería que se ha destronado el pudor de la mirada, que todo se ha vuelto objeto pasible de ser plasmado en imágenes. Fija o en movimiento, la imagen se ha vuelto irrespetuosa. Es entretenimiento, exceso, mercancía. En tal sentido, parpadeo es el término que permite desagregar los recursos desde los que Errázuriz aborda la fotografía. El corpus es suscinto: algunos retratos, encuadres del interior de las casas, del paisaje que rodea a El calvario, de las tumbas en el cementerio, de las sombras de los árboles en las calles. Elige ángulos y desvíos para constituir el universo que sucede en paralelo, mientras sus protagonistas ven de una forma cortada, suspendida, excesivamente iluminada. Se constituyen así representaciones que actúan la marginalidad (geográfica, social, y física) de sus retratados. La luz permite ver desde la mecánica del flash. Se accede a las imágenes por instantes, secuencias, cortes. Estos fragmentos reponen un escenario contrapuesto al exceso de la imagen. En El calvario es difícil capturar una imagen. De ahí, problablemente, que las fotografías de Paz Errázuriz parecezcan responder a un accidente. Como si se tratase del archivo de imágenes que se configuró en un estado de emergencia en el que el objetivo de la cámara tuvo que negociar con las circunstancias.
* * *
Contra la
naturalización de la idea de que podemos verlo todo, las series fotográficas de
Paz Errázuriz se instalan en la dificultad. En ellas resuena un susurro ético:
no todos pueden ver, algunas cosas no queremos verlas. Su fotografía puede,
entonces, entenderse como una crítica política de las representaciones. Una
forma de intervenir en el universo de las imágenes introduciendo, para siempre,
a los olvidados.
[1] La serie fue expuesta por primera vez en 1980, Personas, Instituto Chileno – Norteamericano de Cultura.
[2] Transición que en el caso chileno tiene una estructura histórica y social específica, que la aleja de aquella que en la Argentina implica el corte entre dictadura y democracia señalado con fuerza por el juicio a las Juntas. Aun cuando luego se hayan sancionado las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y más tarde el indulto, que redujeron la eficacia de los juicios, la fuerza simbólica de éstos señala una diferencia radical con la forma en la que otros países latinoamericanos gestionaron el pasado dictatorial.
[3] Paz Errázuriz destaca así el sentido personal del tiempo. Una inscripción, ésta, que se detiene en lo que cada uno observa y compila como memoria emotiva, y que se distingue de aquel otro tiempo que la historia ordena con fechas, documentos y fotografías que obran como pruebas de lo que sucedió. Un ejemplo equiparable podría encontrarse en la compilación de crónicas sobre el 11 de septiembre de 1973 que publicó la editorial Lom (AA.VV., 1997)
[4] Por razones estéticas pero también de presupuesto, la primera edición de La Manzana de Adan (Santiago de Chile, Editorial Zona, 1990) sólo reunió imágenes en blanco y negro. La reedición de 2014 incluyó una amplia selección en color.
[5] De aquellos travestis sólo sobrevive Coral, con quien Paz Errázuriz mantiene una amistad.
[6] Se publica por primera vez en 1994, durante la transición.
[7] Las citas provienen del texto de Diamela Eltit en El infarto del alma (1994). Desmarcado de las normas editoriales convencionales, el libro no cuenta con números de páginas. El texto, impreso en el formato institucional de la máquina de escribir, constituye, en sí mismo, un objeto visual que, en forma simultánea a las imágenes y a su contenido, conforman el libro como unidad textual-visual.
[8] Nelly Richard se ha referido, con acierto, a las cualidades del texto que intercala “descripciones, narraciones, cartas, diarios, testimonios, etc., multiplicando estilos, cruzando géneros y retóricas, para diluir las fronteras de un yo escritural que vaga de repertorio en repertorio, de lengua en lengua, creando asi una esfumada simetría con las identidades de fronteras borrosas de los personajes del libro” (Richard, 1998:255).
[9] La acromatopsia, se explica en el libro, es una enfermedad genética congénita. Los ojos de quienes la padecen carecen de fotorreceptores que perciben el color (conos) y sólo poseen bastones que se saturan con niveles altos de iluminación. Además, poseen una alta sensibilidad a la luz. La enfermedad afecta a 1 de cada 40.000 personas. En El Calvario varias familias la padecen.