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Con el surgimiento de la fotografía en Europa, de la mano de Nicéphore Niépce y Louis Daguerre a mediados del S.XIX, se suscitaron una serie de debates en torno a los efectos que esta tendría sobre la pintura. Charles Baudelaire, fue uno de los críticos que tempranamente puso el acento sobre la importancia de distinguir entre el lugar de lo fotográfico, asociado a su capacidad mecánica y reproductiva; y el de lo pictórico, en relación con la creatividad, la imaginación y el intelecto. Hoy, a 180 años de su puesta en circulación, hemos sido testigos de como esta ha alcanzado un estatuto autónomo que dialoga con la pintura y las artes en general, proponiendo nuevas problemáticas y derroteros en torno a la visualidad. Al contrario de lo que podría creerse, la fotografía llegó tempranamente a América y su desarrollo se dio en forma paralela a Europa. En el caso chileno, es posible encontrar un debate similar respecto de su relación con la pintura, tal como consignan las investigadoras Paulina González y Nicole Iroumé, el escultor José Miguel Blanco, se refirió a este asunto en más de una ocasión, apostando por mantener una distancia entre arte y fotografía, “esta querella había iniciado un par de años antes, en 1887, cuando Blanco, en el mismo medio [la revista El taller ilustrado], había criticado duramente a Pedro Lira por utilizar fotografías como estudios preparatorios para sus pinturas, confundiendo, según Blanco, el proceso mecánico con el proceso creativo del artista” (González y Iroumé 2018). Esto da cuenta, por una parte, de los debates propios de la época en que recién se estaban conociendo los alcances de la fotografía y por otra, de que tal como sucedía con los artistas de la escuela de Barbizon o los impresionistas, hubo pintores que se valieron de la fotografía para desarrollar su obra pictórica.
El establecimiento del campo fotográfico en Chile se inició con la llegada de la cámara, la instalación de estudios fotográficos y el surgimiento de múltiples fotógrafos, vinculándose rápidamente con las Bellas Artes. Lo anterior permitió que esta se fuese perfilando de distintas maneras las que trascienden hasta hoy. Algunas de estas serían la fotografía como documento que captura la realidad, la fotografía con una capacidad estética y sensorial sobre la realidad o las fotografías construidas mediante la pose o la puesta en escena, por mencionar las más generales. En torno a la fotografía en nuestro país, al igual como sucede con el arte, se han ido consolidando ciertos momentos que revisten mayor importancia y con ello suscitan mayor estudio “las historias de la fotografía que se hacen cargo de la producción de la segunda mitad del siglo XX, han tendido a destacar dos hitos principales: El rostro de Chile (1960) y la creación de la AFI (1981), invisibilizando los más de 20 años que hay entre estos dos acontecimientos, en un relato que naturalizó la supuesta orientación documental del quehacer fotográfico nacional” (González y Iroumé 2018).
No es el afán de este texto reconstruir la historia de la fotografía en Chile, no obstante, es importante dar cuenta de las complejidades de pensar esta disciplina desde una perspectiva histórica. El siguiente texto tiene un perfil monográfico enfocado en el trabajo de Paz Errázuriz, quien en el año 2017 fue reconocida con el Premio Nacional de Artes Visuales, siendo la primera vez que este galardón destacó a la fotografía. Esto ha sido leído, por González e Iroumé, como la consolidación de un tránsito que comenzó con la fotografía como una simple herramienta y que terminó por valorar la capacidad productiva y reflexiva de la fotografía, cuestión que tiene ecos en los planteamientos de quienes se hicieron parte de su postulación al premio. El trayecto de Errázuriz ha sido múltiple, en el año 1981 fue una de las fundadoras de la Asociación de Fotógrafos Independiente (AFI), grupo que se dedicó, mediante sus imágenes, a evidenciar la violencia y represión ejercida por la dictadura, mientras que en paralelo encauzaba un proyecto personal que articulaba una mirada en torno a la sociedad. En términos generales y desde el presente, podríamos definir a la fotografía como una herramienta que da cuenta de la realidad, cuestión que se desarrolla desde lo estético y lo instrumental, siguiendo lo propuesto por Susan Sontag. Es decir, la fotografía operaría como una propuesta artística sobre lo real o como una captura testimonial de lugares y/o acontecimientos. El trabajo de Paz Errázuriz transita entre ambos lugares, generando un cuerpo fotográfico artístico anclado en lo social.
Volver a Sontag resulta clave para pensar la propuesta fotográfica de Errázuriz. Su análisis de la fotografía mantiene una vigencia que es necesario revisitar: “La fotografía, que tiene tantos usos narcisistas, también es un instrumento poderoso para despersonalizar nuestra relación con el mundo; y ambos usos son complementarios. Como unos binoculares cuyos extremos pueden confundirse, la cámara vuelve íntimas y cercanas las cosas exóticas, y pequeñas, abstractas, extrañas y lejanas las cosas familiares. En una sencilla actividad única, formadora de hábitos, ofrece tanto participación como alienación en nuestras propias vidas y en las de otros; nos permite participar a la vez que confirma la alienación” (Sontag 2006). Las fotografías de Errázuriz operan en esta línea, ofreciéndonos un punto de vista privilegiado para desajustar nuestro cotidiano a partir de lo que sus fotos exhiben, aquello que está por ahí, pero que rara vez nos detenemos a mirar. En el actual flujo de imágenes, el trabajo de Errázuriz ofrece un alto en el devenir, sus imágenes son reconocibles, hay una mirada que las articula y que podemos identificar, hay una firma innegable que da forma a un extenso cuerpo de obra desarrollado durante cuatro décadas, el que puede ser mirado en detalle o como una propuesta macro. La ensayista Rita Ferrer, en su libro ¿Quién es el autor de esto?, interroga constantemente por el lugar de la autoría en el acto de registrar. Hace esta pregunta a una serie de fotógrafxs nacionales y debido a las distintas perspectivas que aparecen esto no termina de responderse, no obstante, considero que en el caso de Errázuriz (una de las entrevistadas) encuentra una resolución, la que se vincula con su trabajo. Resulta evidente que el potencial de sus fotos radica en su ojo, el que involucra a los espectadores en lo fotografiado a la vez que devela las ficciones que construyen sus retratados para hacerse un lugar. Boxeadores, travestis, ancianos, cirqueros, todas construcciones identitarias que permiten conformar comunidad, una pertenencia, un sentido.
Escribir sobre el trabajo de Errázuriz no es una tarea sencilla, sobre su obra han escrito muchos autores y se han abordado diversos tópicos desde múltiples perspectivas. Cuando se habla de su trabajo es común oír que se trata de “relatos del borde”, “historias del margen” o que es “la fotógrafa de los desposeídos”. La teórica Adriana Valdés señala que retrata “seres marginados”, el poeta Enrique Lihn les dice “seres marginales” y señala que el trabajo de Errázuriz es una “apoteosis de la marginalidad”, la escritora y artista Diamela Eltit habla del “cuerpo marginal”, mientras que la crítica Nelly Richard refiere a “una estética de la periferia”. Entre estas lecturas y propuestas que enmarcan su obra, considero necesario alejarse un poco y volver a Sontag, quien en 1973, año del Golpe de Estado, escribió sobre el rol de las imágenes en una sociedad capitalista. Esto coindice con el momento en que en Chile se instalaba este tipo de sociedad a través de la acción militar: “Una sociedad capitalista requiere una cultura basada en las imágenes. Necesita procurar muchísimo entretenimiento con el objeto de estimular la compra y anestesiar las heridas de clase, raza y sexo. Y necesita acopiar cantidades ilimitadas de información para poder explotar mejor los recursos naturales, incrementar la productividad, mantener el orden, librar la guerra, dar trabajo a los burócratas. Las capacidades duales de la cámara, para subjetivizar la realidad y para objetivarla, sirven inmejorablemente a estas necesidades y las fortalecen. Las cámaras definen la realidad de dos maneras esenciales para el funcionamiento de una sociedad industrial avanzada: como espectáculo (para las masas) y como objeto de vigilancia (para los gobernantes). La producción de imágenes también suministra una ideología dominante” (Sontag 2006).En las fotos de Errázuriz las heridas de clase, raza y sexo arden, se vuelven innegables. Las imágenes producidas por su cámara desmontan la ideología dominante al exhibir cuerpos que habitan las heridas antes mencionadas, cuerpos que las hacen carne y trabaja también la foto testimonial, necesaria para denunciar los abusos de la dictadura, consiguiendo oponerse a la imagen como objeto de vigilancia.
Nelly Richard sostiene que: “La condición ‘mujer’ es el dato de experiencia socio-biográfico a partir del cual se construye la obra, pero el arte debe ser capaz de transformar ese dato en una posición de discurso, en una maniobra de enunciación, para activar una desestructuración crítica de los ideologemas del poder que configuran la trama de la cultura” (Richard 2008). Desde esta afirmación, que a la luz del fortalecimiento del movimiento feminista dado desde comienzos del 2018 cobra especial relevancia, Richard analiza la obra de varias mujeres chilenas entre las que se encuentra Paz Errázuriz, con quien ha trabajo en diversas ocasiones. Richard describe el escenario en el que el trabajo de Errázuriz comienza de la siguiente manera: “La ciudad bajo arresto militar se vio obligada a obedecer el discurso de “orden y paz” que instauró el doble eje de represión y de modernización de la dictadura, una dictadura que combinó perversamente la cruel violencia del exterminio físico e ideológico con el obsceno desate consumista de la implantación del mercado neoliberal en Chile. P. Errázuriz se propone resquebrajar este revestimiento formal de una ciudad en “orden y paz”, delatando las huellas de miseria humana y degradación social, de caos psíquico y arruinamiento corporal, de humillación moral y aniquilamiento biográfico, que sobrevivieron apenas al operativo militar de destrucción y refundación nacionales” (Richard 2008). Esta lectura coincide, a mi juicio, con las palabras de Sontag citadas con anterioridad, en la medida en que Errázuriz otorga visibilidad a todo aquello que la sociedad chilena en dictadura intenta negar, aquello que expulsa y que se consolida en los bordes, el otro que pese a ser un resto para una sociedad idealizada y normada, vive, sobrevive y articula una comunidad, la que se expone en sus series fotográficas. Estas serie logran desestabilizar los discursos imperantes abriendo una pregunta en torno a la construcciones identitarias, las que parecen ser refugios que hacen posible el vivir.
Desde una perspectiva feminista y siguiendo lo planteado por Richard, la obra de Errázuriz dialoga con dicho posicionamiento de un modo que quizás no resulta evidente, puesto que una de las características que suele atravesar al arte feminista y sus lecturas es su relación con lo biográfico y la autorrepresentación. Si revisamos varias de las obras que conforman una historia de la relación entre arte y feminismo notamos que el autorretrato cumple un rol fundamental. En esta línea, artistas como Claude Cahun, Nan Goldin, Cindy Sherman, Lynda Benglis y Ana Mendieta, por mencionar algunas, han hecho de su propia imagen una herramienta base para sus obras. Mientras que, en el caso de la performance, la autorrepresentación y el cuerpo de la artista son ineludibles, ejemplos de ello son Carolee Schneemann desnuda sacando un pergamino de su vagina (Interior Scroll, 1975, Museo Reina Sofía) o las acciones de Diamela Eltit, besando a un mendigo o infligiéndose dolor (Zonas de dolor, 1980-1982, Archivo del Instituto Hemisférico). Las fotografías de Errázuriz siempre nos muestran a otro y aunque no vemos a la artista, resulta difícil pensar en la foto sin preguntarnos por ella y cómo fue que llegó a esos lugares para conseguir esas imágenes. Hace un tiempo, Errázuriz declaró en una entrevista que todos sus retratos eran en realidad un autorretrato[1], que en todas sus fotografías había algo de ella, creo que nadie podría negarlo, no obstante, su imagen no aparece y por esto me centraré primero, en la única serie que expone parte de su vida privada y luego en un desconocido autorretrato al que tuve acceso, un autorretrato que escasamente ha circulado. A continuación, revisaremos en “Un cierto tiempo”, el trabajo fotográfico con Tomás, su hijo.
Esta serie sigue el crecimiento de su hijo adolescente durante cuatro años, entre julio de 1986 y diciembre de 1990, para ser precisos. Mes a mes la artista lo fue fotografiando, lo que dio como resultado 55 imágenes. En el encuadre retratístico de las fotos no es relevante la locación, no obstante, imagino que cada una de estas fotografías fue tomada con alguna pared de la casa familiar como fondo. Esta serie fue exhibida por primera vez en el Museo Nacional de Bellas Artes en el año 1991[2].
Para esta exposición, las fotografías fueron copiadas para luego ser fotocopias en dos tipos de papel, uno de alto gramaje y el otro papel diamante. Ambas imágenes fueron colgadas de manera superpuesta, con hilo invisible, a una estructura metálica de alrededor de 30 metros de largo, instalada en el muro izquierdo de la sala Chile. Las fotos/copias estaban suspendidas desde la parte superior, por lo que ambas fotografías se movían con las corrientes de viento, generadas por el transitar del público. Esto provocaba que las dos fotografías idénticas no calzaran necesariamente, es decir, la imagen no aparecía totalmente nítida, lo que se contrapone con la función del retrato como mecanismo para identificar rostros. Además, generaba una cierta movilidad confusa en lo hierático de la foto. El mes y el año estaban inscritos únicamente en el papel de alto gramaje, por lo que el papel diamante “cubría” este dato. La materialidad del papel hacía que este se levantara, lo que a su vez hacía que perdiera transparencia y dejara la fecha en que la foto fue tomada, literalmente en un segundo plano, cuestión que podría considerarse paradójica si pensamos que el tiempo es el eje de este trabajo. El papel diamante entonces, cumplía una doble función, por una parte superponía una copia del rostro de Tomás sobre la que sería su original, es decir la imagen de la que se obtuvo la copia y por otro lado ocultaba el tiempo, consignado solo en el papel que quedaba detrás.
En el año 2004, Errázuriz produjo un video con esta serie, generando un efecto que dista mucho de esta primera propuesta. En el video, a diferencia de lo que ocurría con estas dobles copias superpuestas, las imágenes son claras y son mostradas durante algunos segundos. Estos intervalos de tiempo entre fotografías exigen al ojo captar rápidamente el retrato en el devenir, impidiendo la detención en detalles. El formato, obliga al espectador a permanecer fijo frente a la pantalla mientras los retratos mensuales desfilan ante sus ojos. La decisión de montaje en la exposición original, que ocupaba todo un muro, instaba al espectador a recorrerla, a mirar cada foto el tiempo que estimase necesario y a pesar de ello, resultaba complejo captar de manera precisa cómo afectaba el paso del tiempo en el cuerpo de Tomás. Hay algo velado en esta serie, hay un quiebre con la exposición tradicional de la fotografía, la que siempre busca mostrarse en la mejor calidad, para respetar la fidelidad que caracteriza su poder de reproducción, la fotocopia implica una pérdida para la imagen y Errázuriz opta por ello para mostrar un trabajo de cuatro años. Sabemos que Errázuriz fotografió a su hijo insistentemente, es un retrato frontal en el que a veces lo vemos incómodo, no muy convencido del ejercicio fotográfico materno, pero sometido y obediente, puesto que a pesar de las miradas que nos entrega, se exhibe ante su cámara. La imagen, lejos de transmitirnos alguna convención propia de la mirada materna, busca capturar el tiempo a través de su hijo. La fotografía cumple un rol fundamental en cada núcleo familiar, el álbum es parte constitutiva de su historia[3], no obstante, esta serie parece alejarse de esa idea y el retrato tiene algo de impersonal como una fotografía de carnet cuyo objetivo es identificar e individualizar.
Considero que la temporalidad es uno de los asuntos que atraviesa todo el trabajo de Errázuriz, y si bien hablar de tiempo parece ser un asunto obvio si nos referimos a la fotografía, en el sentido de que con la captura se detiene un instante[4], lo planteo refiriéndome a la búsqueda por dar cuenta del devenir de este en una serie de imágenes. Por su cámara desfilan niños y ancianos, etapas que se suponen distantes temporalmente y que son parte de un continuo: la vida. Fotografías de la serie “Viejos” nos muestran como esos tiempo se enrarecen, varias de las imágenes que componen este trabajo retratan ancianas disfrazadas e infantilizadas que posan sin estar plenamente en el lugar, ancianas que parecen niñas. Las fotografías de Errázuriz nos muestran también a niños que en su cara tienen las marcas de una infancia difícil o a niñas que juegan a ser madres. “Un cierto tiempo” nos habla de esa relatividad en la que nos vemos insertos y, por ello, busca dejar testimonio de ese tiempo mediante el cuerpo, un cuerpo cercano a ella, un cuerpo que se gestó dentro de ella. Este enrarecimiento del tiempo en la fotografía, Joan Fontcuberta lo explica como el tránsito de la evidencia (la foto como testimonio) a la videncia (la foto como premonición).
“No es posible para la fotografía más género que la naturaleza muerta. Porque tanto el principio básico de la memoria como el de la fotografía es que las cosas han de morir en orden para vivir para siempre. Y en la eternidad no cuenta el tiempo, el pasado y el futuro se confunden, como el recuerdo y la premonición no son sino un mismo y único gesto según proceda de lo que convenimos en llamar historiadores o profetas. Sí, la lente de la cámara parece conservar algunas de las propiedades adivinatorias de la bola de cristal utilizada por las pitonisas, de la que seguramente fue extraída” (Fontcuberta 2015).
La fotografía a diferencia de lo que se suele creer no es solo un recorte sobre el pasado, sino que también una posibilidad de futuro, en la que las lecturas sobre la imagen y los espectadores también tienen mucho que decir.Para Andrea Giunta, las fotos de Tomás son una metáfora del tiempo no vivido producto de la dictadura y destaca la importancia del retrato: “El retrato mucho más que un género engarzado en la historia de las representaciones, es un lugar recurrente, insistido en el arte latinoamericano de los últimos treinta años, desde el cual se activa la pregunta política sobre la desaparición y sobre cada desaparecido” (Giunta 2018). Las imágenes de “Un cierto tiempo” se difunden en los noventa, cuando los retratos de detenidos desaparecidos se multiplicaban en el espacio público exigiendo justicia, el paralelo resulta innegable y al mismo tiempo nos permite vincular esa instancia personal (el retrato del hijo) con un colectivo que se fue construyendo a través de los múltiples retratos como instancia de memoria y resistencia.
Con motivo de la exposición original, Adriana Valdés escribió un texto que acompañó la muestra donde planteó lo siguiente: “¿Cómo sería, descrita desde estas imágenes, la mirada materna? Cedo aquí a una fantasía personal. Tras todas estas imágenes presentes, no dejo de ver la imagen ausente de los ojos de Paz Errázuriz: como si hubiera creado un hueco fantasmal para una foto de esos ojos. Pienso en lo terrible, en lo peligroso de la mirada materna: la primera en que cualquier sujeto empieza a sentirse como un «otro», a constituir, a producir su propia subjetividad” (Valdés 1991). Errázuriz, quien tiene una hija mayor, decide fotografiar a su hijo, ya no sale a la calle a mirar a otros, esta vez nos involucra en su cotidiano, pero de una manera poco nítida, poco explícita, sus fotografías, que siempre nos entregan miradas corporalizadas, ahora exponen la mirada de un joven que desconfía de esa cámara que lo captura y que es accionada por su propia madre. A través de su hijo, Errázuriz expone el devenir del tiempo, expone un retrato familiar en un contexto en que estos poseen una carga de pertenencia, de demanda y expone su biografía de una manera en que no lo había hecho antes.
Si bien los autorretratos no son parte del cuerpo de obra que se vincula a Errázuriz, esto no significa que no existan, ¿podría un fotógrafo resistirse a capturar su propia imagen? A mediados del 2019, revisando el archivo fotográfico que la artista tiene impreso en su taller me encontré con uno. Este me resultó fascinante y me abrió una pregunta: ¿Cuántos autorretratos que no conocemos tiene Errázuriz? La imagen es confusa, en una primera mirada vemos dos cuerpos, efectivamente son dos, no obstante, en una mirada más detenida notamos que es un solo cuerpo que se refleja. Uno de ellos es un cuerpos completo, el otro no, puesto que no tiene cabeza. Probablemente sea el del reflejo y por ello esa parte simplemente se diluye en lo que es un exceso de luz. Sobre ese cuerpo descabezado aparece la artista difuminada, generando un descalce entre su cabeza y el cuerpo antes mencionado. El reflejo es tenue, no nos permite ver la cámara y en su rostro parece dibujarse una sonrisa. Su imagen apenas se insinúa. La protagonista del retrato es una travesti sonriente que viste una ropa interior tipo arnés que nos permite ver sus pechos, además lleva su polera arremangada y su pose nos muestra una contorsión. Le pregunté a Errázuriz por esta fotografía, me comentó que la tomó en los primeros años de los 90 en un prostíbulo de Santiago que visitó junto al artista Juan Domingo Dávila. “Dávila el travestido que juega con los signos de la identidad en una estrategia de las apariencias reconvertidora de los roles de lo masculino y de lo femenino” (Richard 1985), escribe Nelly Richard en “La cita amorosa”, traigo esta cita para explicitar que Dávila y Errázuriz comparten su obsesión por el travestismo como maniobra para torcer el binarismo de género, obsesión y amistad que los llevó a visitar distintos prostíbulos durante años. A partir de esto, Errázuriz desarrolló una complicidad tramada a lo largo del tiempo con distantas travestis y prostitutas. Entre ella y Dávila existe un interés común por instalar una crítica sexual desde el arte. Un deseo feminista por poner en crisis y cuestionar con ello lo que se supone debe hacer y ser una mujer en el caso de ella. Qué potente resulta que su autorretrato se funda con el cuerpo travesti y en esta suerte de fotomontaje se muestre lo que ella ha sostenido: siempre soy yo. La autobiografía, lo personal, que es también político, aparece en su trabajo fotográfico no de manera explícita, sino como un vínculo que debemos ir desentrañando al dejarnos interpelar por sus imágenes.
El año 2018 hubo una gran retrospectiva de Paz Errázuriz en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), esta muestra fue una instancia para recorrer sus distintas series de una vez y con ello ver distintas realidades que habitan nuestro país, una mirada fulminante sobre las distintas personas y lugares que lo componen. Volviendo a la perspectiva feminista que he citado a lo largo del texto, las ideas aglutinantes o totalizadoras son complejas de plantear, puesto que la realidad es lo suficientemente porosa como para sostener grandes enunciados que explican un todo, no obstante, se vuelve innegable que, pese a dichas aprensiones, los tránsitos de Errázuriz y su cámara nos llevan por la extensión de nuestro territorio, construyen una imagen de Chile. Hay un recorrido que nos enseña distintos procesos, personas, lugares, los escenarios son diversos y reconocibles para todas y todos quienes habitamos este territorio. Hablamos de un ojo que se posa en todo aquello que es supuestamente irrelevante, minoritario, indigno inclusive para algunos, cabe entonces preguntarse ¿desde qué lugar nos situamos cuando decimos que las fotos de Errázuriz representan la marginalidad? Creo que sus imágenes también nos obligan a hacernos estas preguntas, ¿desde dónde se enuncia lo marginal?, ¿quién lo decreta? La retrospectiva del MNBA nos permitió ver cómo a través del tiempo Paz Errázuriz ha ido configurando un mapa de lo que somos, pero que a la vez no nos pertenece. Nos reconocemos en sus imágenes, no obstante, no somos ninguno de ellos, es el otro capturado desde un compromiso único el que nos invita a pensarnos a partir de él.
Errázuriz
sale a la calle en tiempos en los que hacerlo era un desafío a la norma, tal
como los cuerpos que la obsesionan, su recorrido es también excéntrico. Sus
trabajos dan cuenta de deseos y tránsitos solitarios, los que luego son
acompañados por escrituras que intentan reconstruir las atmósferas de los
lugares en los que Errázuriz se insertó tras insistir por largo tiempo. Para
finalizar me gustaría volver a Sontag quien nos dice: “Lo que define la originalidad de la fotografía es que, justo cuando en
la larga historia cada vez más secular de la pintura el secularismo triunfa por
completo, resucita –de un modo absolutamente secular– algo como la primitiva
categoría de las imágenes” (Sontag 2006). Hay una parte
de la realidad atrapada en las fotografías de Paz Errázuriz, el alma es robada
a cada sujeto que posa para su cámara y es ese robo el que como espectadores
nos fascina.
[1] Paz Errázuriz: “He pensado todos los retratos como autorretratos. Siempre soy yo” https://www.latercera.com/tendencias/noticia/paz-errazuriz-he-pensado-todos-los-retratos-autorretratos-siempre/233465/ Consultado el 21 de agosto de 2019.
[2] En paralelo a esta exposición y en el mismo museo, el fotógrafo Marcelo Montecino exhibía “Un cierto lugar”. El diario El Mercurio, del domingo 30 de junio de 1991, recogió el evento en sus páginas sociales bajo el título: “Fotografías en el Bellas Artes”, allí consignó lo siguiente: “Dos títulos muy sugestivos. “Un cierto tiempo” y “Un cierto lugar”, para las exposiciones de Paz Errazuriz y Marcelo Montecinos (sic) presentan en el Museo Nacional de Bellas Artes.
La primera cambia su temática. Desde su puerta y contra una muralla de su propia case fotografía, siempre en el mismo formato, siempre en forma frontal, la cara de su hijo adolescente, durante cuatro años. El segundo, quien trabajó mucho tiempo en el extranjero, muestra fotos de una temática clásica”.
[3] Carlos Leppe es otro artista que reflexiona en torno a la fotografía y el álbum familiar. A diferencia de Errázuriz, la posibilidad de tener un álbum personal le obsesiona. Trabaja insistentemente sobre una fotografía íntima en la que aparece muy pequeño, sentando con su madre en un parque, al igual que Tomás posa obediente para la cámara. La relación que Leppe tiene con su madre es un asunto recurrente en su obra. “Las cantatrices” (1980) se complementan con un video de ella, en el que también con encuadre de retrato, nos cuenta sobre el parto y la infancia con su hijo. De acuerdo con Nelly Richard, este relato es ficcionado por el propio Leppe, quien pide a su madre que lo narre. En el año 1978, Eugenio Dittborn, otro artista cuyo obra articula una profunda reflexión en torno a la fotografía, invitó a una serie de artistas a responder la pregunta ¿Qué es una fotografía?, dando forma a la publicación “Fallo fotográfico”. Para su respuesta, Leppe cedió el lugar a su madre, Catalina Arroyo, aunque presumo que el contenido también fue pauteado por el artista. En ella Arroyo habla sobre la infancia de su hijo y la necesidad de perpetuar esos momentos en fotografías, no obstante, se refiere a la pérdida material de ese álbum a manos del padre, quien los abandonó. La intervención cierra con la siguiente frase: “Él se las llevó y me dejó sin ti”. Lo que le asigna a la fotografía una capacidad inmanente a la existencia de su hijo.
[4] Joan Fontcuberta explica este asunto cuando habla del trabajo de Martín Llorens: “Lo que realmente vertebraría su proyecto sería su «combate con el tiempo» en el sentido que le había dado Pierre de Fenoyl al apropiarse y reformular el término de «cronofotografía» («la fotografía no es un arte sino un combate con el tiempo»). La máquina del tiempo no era pues el artilugio infernal que nos transportaba de una época a otra tal corno lo soñó H. G. Wells, ni tan siquiera el mecanismo misterioso del reloj, sino lisa y llanamente la cámara fotográfica”. La obra de Errázuriz trabaja en un sentido diferente, mostrando las huellas del paso del tiempo.